lunes, 31 de julio de 2017

* "El hotel" (parte I) - RELATO ERÓTICO


         Me abrió la puerta envuelta en una toalla grande,  de un blanco luminoso. El aroma intenso a gel de marca me aturdió en el mismo instante en el que la corriente de aire escapó al pasillo huyendo por mi costado. Ella no esperaba mi visita y yo no esperaba su desnudez tan a mano. Por descontado que ni tan siquiera se sorprendió. Al contrario, su sonrisa se expandió por su rostro limpio de cansancio y maquillaje. Yo sin embargo arrastraba la vigilia de unas noches complicadas, repletas de problemas y fiebre. Si hubiera sabido que iba a encontrarla tan deseable me habría preparado con más empeño, como cuando acudes a una primera cita. Porque, en realidad, con ella es siempre una primera vez. Una primera vez para todo. Cuando mis ojos la miran siento que la veo de nuevas; la toco y su piel es virgen para mí; la beso y su boca recrea sensaciones adolescentes en la mía; la poseo y siempre es como la primera vez que la tuve entre mis brazos. Pero cuando me llegó el mensaje de un amigo diciéndome que ella estaba en la ciudad, no lo dudé un momento y no tuve tiempo a reaccionar. El impulso y las ganas de verla hicieron desaparecer mi vanidad y mi escasa coquetería así que en lo último en lo que pensé fue en tener buena presencia. Sabía que la encontraría en el hotel de siempre. De todos modos ella tampoco pareció echarle cuenta a lo desastroso de mi indumentaria ni mi aspecto, y su alegría, nunca fingida, alivió instantáneamente el malestar de mi cuerpo enfermo.

         Con un suave beso en los labios me invitó a entrar y comenzamos a charlar como si no hubieran pasado entre nosotros más que unas horas en las que sólo le hubiera dado tiempo a echar un sueño reparador y darse una ducha. Eso es lo que más me gustaba de ella. Siempre hacía que todo fuera sencillo, que no recordases reproches que pudieran lanzarse, ni tuvieras ocasión de hacer preguntas que llegasen a meter el dedo en la llaga. Cuando empezaba a hablar parecía que nuestros problemas anteriores, tan reales como mi excitación contenida, desaparecieran por arte de magia.
         Me preguntaba por el trabajo y la familia, mientras me servía una cerveza del minibar y me animaba a sentarme a los pies de su cama. Al entregarme el vaso acaricié sus dedos y pude sentir un ligero temblor. La amante que adoraba aún seguía dentro de aquel cuerpo. Ya con las manos libres aprovechó para quitarse la toalla del pelo y empezar a peinarse. Hablábamos de todo un poco sin centrarnos en nada, mientras sus rizos pelijorros y húmedos saltaban por sus hombros.

- Pensaba salir a hacer unas compras antes de mi reunión. ¿Por qué no te refrescas un poco y me acompañas?    

         Como si la vida nunca hubiera puesto obstáculos diversos entre nosotros ella cogía el hilo donde lo hubiéramos dejado la última vez y continuaba con nuestra inventada cotidianidad. Y eso hacía que levantase mis barreras y mis defensas cayeran unas tras otras a sus pies. Y todo sucedía con esa naturalidad y esa simplicidad que te ayuda a sobrellevar cualquier inconveniente con el que se presente el día más complicado.
          De todos modos enseguida entendí que aquello era, entre otras cosas, una amable sugerencia para mejorar mi desaliñada presencia en su habitación y sobre todo, una invitación a prepararme para ser devorado por las ganas que ya emanaban de sus intensos ojos verdes. En sus paseos por la estancia, al hablar, la toalla que cubría su cuerpo desnudo se abría dejándome ver el final de su pierna izquierda prácticamente hasta la cadera. Viéndola descalza, sonriendo, gesticulando con el cepillo en la mano y pendiente en todo momento a mi conversación para no perder detalle de mis historias, me costaba mantener la coherencia de mis palabras y sobre todo, mis ansias de saltar sobre ella, arrancarle la toalla y hacerle el amor sobre aquellas sábanas blancas hasta que gritase mi nombre satisfecha y agotada. ¡Pero no! Ella prefería mantener la emoción y llevar el deseo hasta el límite para que todo fuera aún más intenso entre los dos, como aquella primera vez, como en aquel reencuentro. Así que decidí esperar y complacerla tal y como yo sabía que ella deseaba.
         Me metí en la ducha dejando que el agua arrancase de mi piel el olor a rutina vacía y absurda, a miedo y a indecisión, y me enjaboné con sueños, ilusiones y anhelos de un cambio de vida que nunca llegaría a producirse. Tanto jurar que no volvería a caer para tener que verme de nuevo sumido en la más impetuosa de las dichas. Al salir me fui secando con la alegría y la jovialidad que su tono de voz desprendía. Siempre emocionada con las actividades que pudiéramos hacer juntos y los paseos que pudiéramos compartir, su felicidad hubiera resultado casi pueril, si no fuera porque en medio de toda aquella inocencia dicharachera la pasión se filtraba ya entre sus frases.
         No pudo ser fiel a su manía de controlar la situación y esta vez fue ella la que se dejó llevar por el ardiente arrebato que aquella toalla no era capaz de tapar. Se acercó a la puerta del baño y sin decir nada se quedó desnuda y se lanzó en un salto sobre mi boca, mordiéndome con angustia y desesperación. Y de nuevo el huracán. Tirados sobre la tarima del pasillo, seguimos besándonos, acariciándonos, tocándonos hasta casi lastimarnos. Nos reímos y disfrutamos como en tantas otras ocasiones. Del suelo, a la cama; de la cama al sillón, y de nuevo al suelo. Horas de desenfreno y pasión, de juegos de manos, de sexo infinito. De fanatismo por sus pechos, sus caderas, de olerla y saborearla con un hambre insaciable. De hacerle y dejarme hacer. De parar a respirar y de no dejarla ni que respirase. Entrar y salir en ella, subir y bajar por su cuerpo, morir en orgasmos extenuantes y ser felices en nuestro micromundo.
         Me quedó muy claro que no pensaba acudir a su cita de trabajo. Aunque no debía de ser ese el principal motivo por el que se alojara allí. No tuvo prisas, ni ganas de irse, porque pasamos el resto del día en la cama, desnudos, charlando, bebiendo, comiendo, y compartiendo todo ese millón de cosas que nos unían y nos unirían para siempre. Sin preguntarnos, sin intenciones de querer ir más allá de los muros de nuestra eventual guarida de amor. Hasta que llegó mi hora de irme, de separarme de su cuerpo y del aroma de su pelo rojo. Vuelta a la realidad. A vivir vestidos, o disfrazados, según se mire. A una vida de espera. A esperar que ella vuelva a irrumpir de improviso en mis días y los agite con su diversión y su repentina adoración por mi persona. Todo eso que aún llena mis días y reconforta mis noches lo suficiente para seguirla al fin del mundo cada vez que decide cruzarlo como una luminosa estrella fugaz.

FIN

(Busca en el blog y lee la segunda parte, el otro punto de vista)

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